La Segunda Guerra había terminado y miles de desplazados y personas cuyos hogares habían sido destruidos, no tenían donde vivir cuando las balas dejaron de caer. Para tratar de mitigar el desastre, el gobierno francés contactó a un artista revolucionario con la idea de repletar con iniciativas habitacionales sólidas, modernas y bien pensadas, algunas de sus alicaídas ciudades.
La iniciativa se viralizó entre las naciones más poderosas del viejo continente, sin embargo, solo tres planos vieron la luz, siendo el materializado por Le Corbusier en Marsella, el más espectacular de todos.
Fue la primera vez que un edificio de este tipo era diseñado con el bienestar humano en mente, basándose en las teorías ergonómicas del famoso modulor: un esquema que tomaba como referencia las proporciones del cuerpo humano. Se trataba de una herramienta única de medición utilizada en la concepción de todos los espacios. El objetivo era crear algo que estuviera en sintonía con las necesidades vitales del pueblo.
El edificio, bautizado como «Le Unite d’habitation de Marsella», debía ser autónomo con respecto al exterior, dando respuesta a todas las necesidades de sus residentes. Sus 337 departamentos albergarían a unas 1600 personas, con viviendas en forma de dúplex que finalmente se distribuyeron en doce plantas.
Inaugurado en 1952 y en funcionamiento hasta el día de hoy, el edificio incorpora equipamientos deportivos, educativos y sanitarios; incluso un hotel. La azotea es una cubierta plana transitable, concebida como una terraza comunitaria, adornada con chimeneas de ventilación que adoptan formas escultóricas, y que alberga una pista de atletismo y un estanque de poca profundidad. Las cuatro características clave en el diseño del edificio fueron: vivir, trabajar, moverse libremente y sentirse bien en cuerpo y alma. ¿Alguien se imagina una inmobiliaria nacional creando edificios con tales mandamientos en mente?
Brutalismo social
Con un cuerpo de hormingón armado a la vista, el edificio (en la actualidad patrimonio de la humanidad designado por la Unesco), fue uno de los puntos de partida de la arquitectura brutalista. Puso la estructura sin adornos al frente, y para mostrar su belleza intrínseca, se transformó en el complemento justo para equilibrar la amabilidad de su concepción.
El corredor donde está el comercio se emplaza en el tercer piso y aunque ya no contiene toda la variedad de tiendas que se pensaron originalmente, hoy, además del servicio de guardería, dispone de una librería y una panadería.
Cada piso contiene 58 apartamentos accesibles desde un gran corredor interno cada tres plantas. La diversidad de departamentos se adapta a la necesidad específica de los propietarios, existiendo pisos individuales para estudiantes y otros hasta para 10 personas.
Al reducir las unidades y permitiendo un espacio de doble altura, Le Corbusier fue capaz de colocar de manera eficiente más viviendas en el edificio, creando un sistema de interconexión entre los volúmenes residenciales. En cada extremo del edificio (y a veces a lo largo) hay balcones protegidos por parasoles que permiten tamizar la luz y ventilar de forma cruzada todo el volumen.
Esta forma de arquitectura social no era nueva y partió en la Unión Soviética en los años 30. Pero fue en franco-suizo quien la llevó a la práctica ante la mirada atónita de occidente. Lo que propuso fue una construcción que mejoraría el ambiente urbano y la eficiencia de la ciudad. París fue la capital escogida, pero solo en Marsella, Berlín y Nantes, se construyeron según sus directrices.
Cuando se entiende que el lugar donde se vive es tan vital para el desarrollo humano como el tipo de alimentos que se consumen día a día, la arquitectura se pone al servicio de las personas. Es entonces cuando quienes determinan la planificación urbana y las reglas del juego para las inmobiliarias, las transforman en exigencias estrictas, y exigen calidad y conciencia antes del cálculo monetario. Es vergonzoso que hoy el aporte conceptual de la arquitectura regale términos tan impresentables como los «guetos verticales», y que disponga el rendimiento de los metros cuadrados a precios absurdos, y a cambio de una dudosa calidad de vida. Le Corbusier la tenía clara: «Si merezco algo de gratitud pública, no es por los palacios que hice, sino por haber abordado el problema de la arquitectura, el arte, la expresión de la sensibilidad humana. Sentí que la vivienda era el lugar de la familia, y que se podría probar algo grande por ese lado: que se podía construir para la felicidad de las personas».