Frank Lloyd Wright, el mejor arquitecto estadounidense vivo, trazaba algunas líneas sobre su mesa de dibujo en un silencioso salón llenó de estudiantes y colaboradores cuando sonó el teléfono.
Siempre impecablemente vestido, aunque fuera un domingo de vacaciones a las 9 de la mañana, el excéntrico y engreído maestro ni siquiera se movió cuando el jefe del taller pasó a su lado para atender la llamada. Cuando colgó, puso su mano en el hombro de Lloyd Wright y le dijo: «Edgar Kaufmann acaba de llamar y dice que pasará a ver los planos de su casa en unas tres horas».
La vivienda a la que se refería se transformaría en poco tiempo en la más importante obra arquitectónica encargada por un privado en todos los Estados Unidos, pero Lloyd Wright no tenía nada, ni un solo borrador.
Edgar Kaufman era un empresario judío que Wright había conocido a través del hijo de éste, porque había sido uno de sus estudiantes en la casa taller que el creador del museo Guggenheim tenía en Taliesin, Wisconsin. Adinerado e intelectualmente inquieto, Kaufmann tenía un terreno boscoso por el que pasaba un río, ubicado en Bear Run, Pennsylvania.
Cuando el arquitecto visitó el sitio en 1935, le pidió a sus aprendices y ayudantes que hicieran un levantamiento preciso del lugar, marcando con exactitud la posición de árboles y rocas, porque había un punto intrincado pero interesante donde levantar la estructura. «Ah…» -exclamó uno-, «… y la casa tiene que estar cerca para que se pueda ver el río». «No muchacho, la casa va estar encima del agua», -le contestó el arquitecto-, quien no hizo nada respecto al proyecto durante los siguientes tres meses.
Te estábamos esperando
Lo que ocurrió mientras el cliente manejaba rumbo al taller, es una mezcla de relatos que coinciden en una muestra de ingenio y habilidad que fue cobrando forma en bocetos que Lloyd Wright iba soltando, y que alguno de sus asistentes tomaba para transformarlo en una proyección un poco más formal y presentable. Cuando Edgar Kaufmann llegó por fin, Wright ordenó que lo dejaran pasar y, siempre soberbio, le dio la bienvenida con un: “Edgar, te estábamos esperando”.
La concepción de «La casa de la cascada» o «Fallingwater», simboliza la armonía entre las personas y la naturaleza y tienes detalles fascinantes, como el piso del salón principal, hecho con la misma piedra presente en el entorno; o como el mobiliario, completamente concebido por Wright en cada detalle. Su forma, con tres plantas más un soporte voladizo sobre la cascada, y un atrevido diseño que combina hormigón, acero y vidrio, la transformaron en un concepto atemporal que destila modernidad incluso hoy, más de 80 años después de terminada en 1939.
Este hogar, planificado en plena depresión, le otorgó un nuevo impulso a su carrera, en el preciso momento en que sus críticos (a los que Lloyd Wright gustaba de molestar con sus fanfarronadas), comenzaban a tacharlo de anticuado. En paralelo, además, una generación más joven se fijaba en el modernismo europeo, con la Bauhaus, Le Corbusier y Mies van der Rohe acrecentando sus propias formas de ver el mundo, pero él, que siempre había preferido inspirarse en la arquitectura japonesa, lograba asestar un golpe al mentón de la moda, sorprendiendo con una construcción única en su especie.
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