Maradona

Diego Armando Maradona, el amado monstruo

«Hay tantas imágenes de Maradona, tantas entrevistas, frases y jugadas que no sabemos cuántos Maradonas existieron. Lo que sí sabemos es que exprimió su cuerpo al límite y que hizo llorar de alegría a Argentina».


Dice un amigo bonaerense que más que llantos, lo que hay en las calles de esa ciudad tras la confirmación de la muerte de Maradona es silencio. El ciudadano común está aturdido. Una parte del alma argentina está triturada. Desde hace 20 años, cuando una sobredosis de cocaína hizo que el propio Diego dijera que él era “un hijo de la muerte”, los argentinos lo veían como el héroe indestructible, capaz de hacerle una gambeta a cada trampa que le ponía el destino.

Todos lo vieron frágil y maltrecho hace tres semanas en la cancha de Gimnasia cuando cumplió 60 años. Fue una puesta en escena bochornosa, que el genio no merecía para su despedida. La operación en su cabeza, pocos días después, ni siquiera alcanzó a ser una preocupación. Lo habían visto tantas veces saliendo del barro que todos estaban convencidos que nuevamente saldría triunfador. Su médico, de hecho, declaró menos de doce horas después de la intervención, que el argentino estaba fantástico y que quería irse a su casa. Supuestamente estaba tan recuperado que subió una foto junto al ex jugador riendo en redes sociales.

Hay tantas imágenes de Maradona, tantas entrevistas, frases y jugadas que no sabemos cuántos Maradonas existieron. Lo que sí sabemos es que exprimió su cuerpo al límite y que hizo llorar de alegría a Argentina. En mi primer viaje a Buenos Aires en 1994 hubo dos hechos que no se me olvidan. La multitud de personas que se agolpaban en las tiendas de electrodomésticos del centro de la ciudad donde repetían los goles de Maradona en el mundial de México 86. Los habían visto mil veces, pero seguían emocionándose y comentando los enganches y la creatividad del genio. Y también la gratitud. Maradona no solo era el astro del fútbol mundial. También era un vengador. Los dos goles a Inglaterra -uno engañando a todos con “la mano de Dios” y otro donde se pasó a medio equipo rival- fueron una revancha a la humillación trasandina en la Guerra de Malvinas. Por eso la gente lo ama, me decían los argentinos.

Como Michael Jackson, Maradona fue un amado monstruo. Pero que, a diferencia del cantante estadounidense, nunca olvidó sus orígenes. En su memoria no se borraron las precariedades de una familia con ocho hermanos, la responsabilidad de ser el sostén del clan desde los 16 años y amar a su camiseta. Decía Oscar Ruggeri, defensa central campeón de 1986, que para ellos no era un disfrute jugar por la selección en esa época. Lo veían como una responsabilidad. Casi una carga. Maradona, sin embargo, se divertía. Empujaba a sus compañeros y se ponía el equipo al hombro. Así fue en su vida. Con los excesos de alcohol y drogas, su desparpajo –una vez viendo un video de Ricky Martin le contó a un ex futbolista chileno que a ese “lo había timbrado”-, su apoyo a las causas de izquierda y su sinceridad a toda prueba, Diego Armando fue una leyenda en vida. Un Dios que, desafortunadamente, también era de carne y hueso.


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