estrés

La privatización del estrés (parte 1)

¿Realmente no existe una mejor alternativa que el capitalismo?, ¿el trabajador independiente es una persona libre que domina su tiempo y espacio, o es un personaje sumergido en la fantasía de controlar su destino laboral? Esta y otras preguntas son desplegadas como puntos ciegos en un mapa a ratos difícil de entender, pero siempre con los necesarios apuntalamientos que el autor de este ensayo provee y que se hacen familiares en estos tiempos llenos de incertidumbre. Publicado originalmente en 2011 y vuelto a la vida por la editorial argentina Caja Negra, el artículo forma parte del libro «Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?».

por Mark Fisher


En su investigación sobre la cultura del trabajo precario y el consumo digital, Ivor Southwood cuenta una historia en primera persona: en un momento en el que se encontraba subempleado y viviendo a base de contratos de corto plazo que conseguía en agencias de empleo de un momento para otro, una mañana tuvo la mala idea de ir al supermercado. Al volver a casa encontró en su e-mail un mensaje de una agencia que le ofrecía trabajo por el día. Llamó a la agencia, pero le dijeron que el trabajo ya había sido asignado y le reprocharon su desconcentración. “Diez minutos en la calle es un lujo que un trabajador freelance no se puede tomar”, relata Southwood. De estos trabajadores se espera que se queden en la puerta de la fábrica, con las botas puestas, cada mañana sin falta. En estas condiciones:

la vida se vuelve precaria. Planear se hace difícil y las rutinas se tornan imposibles. El trabajo puede empezar o terminar en cualquier momento, y la responsabilidad de crear la próxima oportunidad y de surfear entre distintas tareas recae en el trabajador. El individuo debe encontrarse en un permanente estado de alerta. El ingreso regular, los ahorros, la categoría de ocupación fija ya son restos de otro mundo histórico.

Ivor Southwood, Non-Stop Inertia, Zero Books, Londres, 2010

No es sorprendente que sientan ansiedad, depresión o falta de esperanza quienes viven en estas condiciones, con horas de trabajo y términos de pago que pueden variar de modo infinito, en condiciones de empleo terriblemente tenues.

Sin embargo, puede llamar la atención, a primera vista, que se logre persuadir a tantos trabajadores de que acepten este deterioro en las condiciones de trabajo como “naturales”, y que se ponga el foco en su interioridad (ya sea en las características de su química cerebral o en la de su historia personal) para encontrar las fuentes del estrés que puedan sentir. En el campo de batalla ideológico que Southwood describe desde adentro, la privatización del estrés se convirtió en una más de las dimensiones que se aceptan de antemano en un mundo aparentemente despolitizado. El término que he utilizado para describir este campo de batalla ideológico es “realismo capitalista”, y la privatización del estrés ha desempeñado un rol central en su emergencia.

En su exposición de la ideología, Althusser cita la doctrina de Pascal: “arrodíllate, mueve tus labios en la plegaria, y entonces creerás”. Las creencias psicológicas surgen del seguimiento de los pasos y de la aceptación del esquema, los lenguajes y los comportamientos oficiales. Así que, por mucho que distintos individuos y grupos se hayan burlado del lenguaje de la competencia, el emprendedorismo y el consumismo que se adueñaron de las instituciones desde la década de 1980, es nuestra misma aceptación ritualizada de su terminología la que ha logrado naturalizar el dominio del capital y desbaratar cualquier intento de oposición.

Rápidamente, podríamos aprehender la forma que ha tomado el realismo capitalista con solo reflexionar acerca del significado de la famosa doctrina de Margaret Thatcher de que “No hay alternativa”. Cuando Thatcher lanzó esta afirmación notable, el énfasis caía sobre la preferencia: el capitalismo neoliberal era, a sus ojos, el mejor sistema posible. Las alternativas no eran deseables: el mensaje implícito era que no había ninguna alternativa mejor. Hoy en día, en cambio, la doctrina lleva un peso ontológico distinto: el capitalismo no es ya el mejor sistema posible, sino el único sistema posible. Y las alternativas no son solo indeseables, sino fantasmáticas, vagas, apenas concebibles sin contradicción. Desde 1989, el éxito rotundo del capitalismo al momento de gestionar a su propia oposición lo ha llevado a consagrar el objetivo final de la ideología: la invisibilidad. En Occidente, en sentido amplio, el capitalismo se propone como la única realidad posible y por lo tanto raramente “aparece” como tal. Atilio Borón afirma que el capitalismo ha girado a “una posición discreta, detrás de la escena política, que se volvió invisible y actúa como el fundamento de la sociedad contemporánea” y cita la observación de Bertolt Brecht de que “el capitalismo es un caballero al que no le gusta que lo llamen por su nombre”.

El realismo deprimente del neoliberalismo

Uno esperaría que fuera la derecha thatcherista y posthatcherista la primera en propagar la idea de que no hay ninguna alternativa al programa neoliberal. Pero la victoria del realismo capitalista quedó sellada realmente en el Reino Unido recién cuando el Partido Laborista capituló ante esta visión de las cosas y aceptó, como precio por pagar para llegar al poder, que “el interés de los negocios, estrictamente definidos, podrá desde ahora organizar la forma y la dirección de la cultura entera”. Y en verdad tendríamos que hacer una corrección: más que capitular ante el realismo capitalista de cuño thatcherista, fue el Partido Laborista mismo el que introdujo el realismo capitalista en el mainstream político británico cuando el primer ministro James Callaghan dio su famoso discurso de 1976 en la conferencia laborista en Blackpool:

Durante mucho tiempo, quizás desde el fin de la [segunda] guerra, hemos pospuesto la necesidad de encarar las opciones y los cambios fundamentales de nuestra economía. […] Desde entonces hemos estado viviendo en tiempo suplementario. […] El mundo cómodo y acogedor que se nos ha dicho que duraría para siempre, un mundo en el que el pleno empleo podía ser garantizado por la firma de un canciller, este mundo se ha ido para siempre.

De todas maneras, no sería certero decir que Callaghan atisbó el grado en el cual el laborismo se involucraría en la política del consenso corporativo o la intensidad con la que el “mundo acogedor” al que el laborismo le cerraría los ojos sería reemplazado por la inseguridad generalizada que describió Ivor Southwood.

La aquiescencia del laborismo con el realismo capitalista no puede considerarse un simple error, por supuesto: fue una consecuencia de la desintegración de la vieja base de poder de la izquierda frente a la reestructuración posfordista del capitalismo. Los rasgos de esta reestructuración son ya tan familiares que han retrocedido al trasfondo de lo que se da por sentado: la globalización, el desplazamiento de las manufacturas por la computarización, la precarización del trabajo y la intensificación de la cultura del consumo. Estos rasgos constituyen el fundamento invisible de la realidad incontrovertible y ostensiblemente pospolítica sobre la que descansa el realismo capitalista. Las advertencias que expresaron Stuart Hall y el resto de los colaboradores de la publicación Marxism Today a fines de la década de 1980 demostraron ser absolutamente correctas: la izquierda corre el riesgo de desaparecer en la medida en que permanezca apegada a los presupuestos del mundo fordista declinante y sea incapaz de pujar en el tablero del nuevo mundo posfordista. Pero el proyecto laborista, en lugar de intentar pujar en este tablero, se basó en la concesión de que era imposible cubrir por izquierda el tablero del posfordismo y de que todo lo que podíamos esperar no era más que una versión mitigada del despliegue neoliberal.

Los autonomistas italianos como Franco Berardi y Toni Negri también reconocieron la necesidad de enfrentarse con la destrucción del mundo en el que la izquierda nació y adaptarse a las condiciones del posfordismo, aunque de una manera bien distinta. En una serie de cartas escritas en la década de 1980, Negri caracteriza la transición traumática de la esperanza revolucionaria a la derrota a manos del neoliberalismo triunfante:

Debemos vivir y sufrir la derrota de la verdad, de nuestra verdad. Debemos destruir su representación, su continuidad, su memoria, su huella. Hay que rechazar todo subterfugio en el reconocimiento de que la realidad ha cambiado, y con ella la verdad. Hay que despojarse hasta de la propia biografía. Cambiar la sangre en las venas.

Toni Negri, Arte y multitud, Madrid, Trotta, 2000.

Actualmente, estamos viviendo los efectos del fracaso de la izquierda para hacer frente al desafío identificado por Negri. Y no hay que tomarse una licencia demasiado grande para conjeturar que muchos cuadros de la izquierda han sucumbido ante una forma colectiva de depresión clínica, con síntomas de abstinencia, déficit motivacional e incapacidad de actuar.

Una diferencia entre la tristeza y la depresión es que, mientras la tristeza se autorreconoce como un estado de cosas temporario y contingente, la depresión se presenta como necesaria e interminable: las superficies glaciales del mundo de un depresivo se extienden a todos los horizontes imaginables. En la profundidad de la enfermedad, el depresivo no reconoce su melancolía como anormal o patológica: la seguridad de que toda acción es inútil y de que detrás de la apariencia de la virtud solo hay venalidad golpea a quienes sufren de depresión como una verdad que ellos han descubierto, pero que los otros están demasiado engañados como para reconocer. Existe una clara relación entre el “realismo” aparente del depresivo, con sus expectativas tremendamente bajas, y el realismo capitalista.

Pero esta depresión no toma forma colectiva: por el contrario, consiste en la descomposición de la colectividad en nuevas formas de atomización. Una vez que les fue negada la organización estable del empleo para el que habían sido educados, una vez que se los privó también de la solidaridad que antaño proveían los sindicatos, los trabajadores se encontraron forzados a entrar en el juego de la competencia individualista y en el terreno ideológico que naturaliza dicha competencia. Muchos son los que nunca se recuperaron del shock traumático de la destrucción repentina del mundo socialdemócrata basado en la organización fordista, y esto es algo que vale la pena recordar en un momento en que la coalición liberal conservadora que gobierna busca retirar los beneficios por discapacidad. Esta maniobra no es sino el punto culminante del proceso de privatización del estrés que comenzó, en el Reino Unido, durante los años 80.

Mark Fisher (1968 – 2017)

Escritor, crítico musical y editor, reconocido por su influyente blog K-punk. Fue profesor en el departamento de Culturas Visuales de la Universidad de Goldsmith, Londres. Contribuyó en revistas y medios como The Wire, The Guardian, Fact, entre otros.

La publicación de este artículo se debe a la generosidad de la editorial argentina Caja Negra, desde donde nos facilitaron el texto que pertenece al libro: «Realismo capitalista. ¿No hay alternativa», de la colección Futuros próximos. Caja Negra ha publicado varios libros de Mark Fisher y cuenta con cerca de 80 títulos entre ensayo y ficción.